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Primera Merienda Intelectual en el Club Español
Actualizado: 4 de jul de 2019
Orador: Cónsul General de España en Buenos Aires, Don javier Gil Catalina













Ganadores de la rifa de libros:









Ganadora del libro "De Lalín a Buenos Aires", de Benito Blanco



"La larga tarde" (Javier Gil Catalina)
Soy madrileño. En mi descargo puede decirse que no intervine en la decisión de
traerme al mundo en esa ciudad. Me tienta escribir aquí, en vez de en esa ciudad,
aunque estoy redactando estas líneas muy lejos de ella. Debe de ser que escribo
desde un Madrid imaginario. Bien pensado, no creo que mi madre lo hiciera a
posta. Era madrileña y lo natural es que diera a luz aquí.
La única referencia familiar que tengo del acontecimiento es que fue un parto muy
largo. Luego, leyendo el Diario íntimo de González Ruano, me enteré de que hubo
tormenta aquella noche:
“Truenos, relámpagos y lluvia. A pesar de esto, -cuenta Ruano- estuvimos en la
verbena de San Isidro. Chocamos en esos autos locos de la verbena; compré un
botijo e inventé mi noche. Terminamos en ‘Balalaika’. Tres vasitos de un vodka
bajo palabra de honor, y a dormir.”
Me complace imaginar que, mientras tanto, yo venía trabajosamente al mundo.
Hay otra circunstancia atenuante de mi condición de madrileño: he vivido
veintitrés años fuera de Madrid y he tenido domicilio en siete países diferentes.
Esto no es ni bueno ni malo, no vaya a pensarse que me estoy jactando de
cosmopolita, y si lo hago constar es por consideraciones meramente defensivas,
porque lo que justifica estos cautelosos prolegómenos es que voy a escribir sobre
Cataluña.
La cosa acoquina. Pero, a pesar de mi origen de no haber vivido nunca allí, ¿por qué
no voy a permitirme confesar que tengo una relación sentimental con Cataluña?
Seguramente no soy el único madrileño que tiene una y, en mi caso, se trata de una
Cataluña imaginada, como el Madrid desde el que escribo.
---
Es bien sabido que a Cataluña no se la singularizaba en la educación que nos
impartían en el colegio en la década de 1960. Las regiones anteriores al Estado de
las autonomías no eran más que un recurso didáctico para que nos aprendiéramos
de memoria las provincias agrupándolas.
-Castilla la Nueva, decía por ejemplo el maestro o el profesor de geografía y
nosotros salmodiábamos: -Madrid, Toledo, Ciudad Real, Cuenca y Guadalajara,
siempre en el mismo orden y con el mismo canturreo monótono. De esta manera,
Cataluña era una cantilena: Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona, y España, un
mapa lleno de provincias.
No sé si nos hubiera sorprendido oír a alguien opinar que Cataluña era una nación.
El osado habría tenido que atreverse y posiblemente habríamos reaccionado con
indiferencia. Por no atreverse tal vez, nadie nos explicó nunca en el colegio qué es
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una nación, aunque no sé ahora bien si el concepto de nación figuraba en el
programa de Formación del Espíritu Nacional. Quizá alumnos más aplicados lo
recuerden. Lo cierto es que el programa del curso nunca se cumplía y nosotros no
nos quejábamos.
Un día tuve mi primer contacto con la lengua catalana. Sorprende hoy la
independencia con que entonces nos movíamos los chicos, a pesar del régimen
autoritario que gobernaba el país. A los nueve o diez años, mi padre me mandaba a
por tabaco al bar que había cerca de casa. Allí yo pedía ampulosamente “un
paquete de rubio emboquillado americano” y me lo daban mediante pago, sin
pensárselo dos veces. Íbamos andando solos al colegio, tomábamos solos el
autobús y por un precio módico y asequible entrábamos, solos también, en el
estadio Santiago Bernabéu a ver los partidos de liga desde las gradas más altas. Por
el mismo importe iban al fútbol los “militares sin graduación” y solíamos coincidir
allí arriba con marineros e infantes de marina que hacían el servicio militar en el
cuartel sito en Manoteras, que quizá siga existiendo.
En aquellas gradas, una tarde de domingo, de labios de un marinero en uniforme
de paseo, oí por primera vez unas palabras en catalán. No voy a ponerme lírico
porque lo que profería el marinero catalán era una blasfemia. Se trataba, pienso
ahora, de una protoblasfemia catalana en el Bernabéu, porque por entonces no
había surgido aún la rivalidad malsana entre las dos multinacionales del fútbol
español. En los billares de barrio que frecuentábamos, los dos equipos de madera
que se enfrentaban ruidosamente en los futbolines solían llevar pintados, uno, los
colores del Madrid y el otro, los del Atlético.
La imprecación del marinero dejó plantada su semilla en mi alma infantil. No
porque me escandalizara la ofensa a Dios –tardé tiempo en atar cabos y quedar
enterado del significado de lo que había oído-, sino por la viva curiosidad que me
provocaba esa lengua desconocida que tenía forzosamente que ser algo nuestra
porque la hablaban los marineros de reemplazo. No me cabe duda alguna de que
habría sido mucho más instructivo y quién sabe si mejor para España que a los
niños madrileños nos hubieran obligado a aprendernos de memoria algunos
versos de Joan Maragall, por ejemplo, en vez de exponernos a descubrir el catalán
por vía cuartelera. Pero ya se sabe que lo que no puede ser, no puede ser y,
además, es imposible.
---
En la primavera de 1977 estaba en las librerías una de las primeras novelas de
Juan José Millás. Se titulaba Visión del ahogado, una elegante y entonces novedosa
edición de Alfaguara, con cubiertas de tonos azules y lomo gris. Mis amigos y yo
nos apresuramos a comprarla porque parecía recién escrita para nosotros. El título
de la tapa estaba impreso en cursiva y la hache intercalada de ahogado parecía una
be. Visión del abogado era precisamente el libro que venía como anillo al dedo a
quienes esa primavera nos íbamos a licenciar en Derecho. La vida empezaba a ir en
serio y había llegado el momento de tomar cada uno nuestro camino. En aquellos
tiempos de cambio e incertidumbre personal (y también nacional, claro), nos
fijábamos mucho en lo que decían los jóvenes novelistas.
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Pero Visión del ahogado no nos alivió las aprensiones sobre el porvenir. La novela
discurría en el Madrid mortecino de los barrios en que vivíamos y debe de tener su
miga, porque figura aludida en una Historia mínima, que, en poco más de
doscientas páginas, compendia los hitos de la literatura española, desde el Cantar
de Mío Cid y Gonzalo de Berceo hasta Almudena Grandes e Isaac Rosa, escrita por
el profesor José-Carlos Mainer. Si hay, pues, que recoger en un tomito todo lo
memorable que han escrito peninsulares e insulares en nuestra lengua en los
últimos ocho siglos, es menester decir de Visión del ahogado que fija “una
inquietante instantánea de la primera transición” 1 .
Por mi parte, aunque no recuerdo la trama ni los personajes, encontré en la novela
una expresión que no se me ha olvidado: la larga tarde. He perdido mi ejemplar del
libro y con él la esperanza de encontrar en él el contexto de la frase, que
seguramente subrayé a lápiz. Pero, por lo que a mí respecta, la larga tarde viene a
ser la antítesis, en materia de estados de ánimo, del amanecer prometedor. Las
largas horas –por poner un ejemplo- en la cafetería del barrio matando el tiempo
con la novia delante de la tetera de acero inoxidable. Medardo Fraile, cuentista
madrileño de la generación de 1950, ya se había apercibido mucho antes de que en
los bares y cafés de Madrid llegaba por las tardes “la hora vulgar, estática y
mareante de las parejas” 2 .
La larga tarde discurría tediosa y lenta frente a los manuales de cualquier
asignatura y solía acabar siempre en el mismo trayecto de autobús municipal en
que uno contemplaba con congoja, después de haber acompañado a la novia a su
casa, los rostros de los viajeros que son el espejo del alma. A diferencia de la
alborada que promete un día luminoso, larga tarde abocaba siempre a un pequeña
desilusión a la luz anaranjada y sucia de las farolas; y es que los jóvenes
esperábamos grandes cosas de la vida que no acababan de materializarse nunca.
Bien poco había cambiado aquí, en Madrid, desde la noche en que González Ruano
se bebió sus tres vasitos de vodka bajo palabra de honor. Corroboré esta impresión
leyendo un poema de Ángel González que empieza así:
Aquí, Madrid, mil novecientos
cincuenta y cuatro: un hombre solo.
Estos versos iniciales, que parodian una muletilla de locutor radiofónico, tienen la
urgencia de una llamada de socorro, pero el poema va evolucionando hacia el
desaliento y remata con una queja:
Un hombre con un año para nada
delante de su hastío para todo.
Resulta un punto melodramático, pero el tono exagerado es bien comprensible en
un poeta asturiano de veintitantos años, los que tenía González cuando los escribió.
En todo caso, el poema es un indicio de que el estado de ánimo o desánimo que
estoy llamando aquí la larga tarde era ya común entre los jóvenes aquí, en Madrid,
cuando yo vine al mundo.
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---
Un buen día hice, como tantos otros, el consabido descubrimiento deslumbrador
de Cataluña. A lo mejor, lo admito, no era Cataluña en su totalidad lo que habíamos
hallado, sino la Barcelona de Carlos Barral, de Gil de Biedma y de los Goytisolo, la
de la nova cançó, la ciudad de Juan Marsé y de la industria editorial y el “boom”
latinoamericano, la ciudad abierta al mundo, la manida Barcelona europea. Nos
fascinó aquella Cataluña que imaginábamos ingenuamente como la encarnación de
todo lo contrario del Madrid de la larga tarde. Suponíamos que era el lugar donde
estaba rompiendo el amanecer prometedor, ése que nunca despuntaba aquí.
Se me ocurre ahora que, aunque cada ciudad tiene su propio aliento, es probable
que la Barcelona del alcalde Porcioles tuviera en realidad más en común con el
Madrid del conde de Mayalde o de Carlos Arias Navarro que con París, Londres o
Nueva York.
No era eso lo que pensábamos entonces, evidentemente. Ya digo que Cataluña era
un producto de nuestra imaginación y se nos presentaba como lo más parecido a
Europa que teníamos en España. Es innecesario añadir que Europa (también
imaginada) era el paraíso de los ricos al que anhelábamos acceder un día los
subdesarrollados. Hay que reconocer, pues, que nos unía a una y a otra un tipo de
relación con inquietantes paralelismos con la que describió Juan Marsé en su
memorable Últimas tardes con Teresa; me refiero a la relación entre el Pijoaparte,
personaje marginal y prototipo del xarnego, y Teresa, la niña bien de Barcelona.
Por otro lado (y esto lo digo por lo que pudiera haber de construcción literaria en
el concepto de la larga tarde), meterse con Madrid ha sido cosa muy enraizada en
la tradición, desde, por ejemplo, el Diablo Cojuelo del sevillano Vélez de Guevara
hasta, pongamos, una famosa canción del cantautor Sabina, ubetense de nación.
Del propio Millás, el descubridor de la larga tarde, dicen, por cierto, sus biógrafos
online que nació en Valencia, aunque se traslado a vivir aquí, en Madrid, de niño. A
la villa y corte y luego capital se ha venido siempre de todos los rincones de España
a triunfar y poder, una vez hecha fortuna, despotricar de ella.
Acabo de releer lo que llevo escrito y me he percatado de que vengo usando con
ambigüedad recriminable la primera persona del plural. Nosotros en este texto
somos unas veces toda una generación de madrileños. Otras, unos pocos amigos.
Otras aún, nosotros es simplemente un plural de modestia. Con toda seguridad hay
madrileños de mi edad que no tienen las mismas reminiscencias de aquella época.
Y tampoco he cotejado estos recuerdos con los de mis amigos antes de ponerme a
escribir. Entra dentro de lo posible, pues, que el estado de ánimo que describo sea
sobre todo el mío de entonces e, incluso, que el único responsable del concepto de
la larga tarde madrileña sea yo, aunque estoy convencido de haberlo sacado del
libro de Millás.
Para explicitar lo que acabo de decir no me va a quedar más remedio que hacer
una confesión, que sin duda dará la clave de mi relación sentimental con Cataluña a
los amantes del psicoanálisis tosco. Digo esto (y discúlpeseme la inverecundia)
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porque, un día, bien entrada la primavera de 1976, amanecí en los brazos de una
catalana. Aquello fue sin duda lo más parecido a un amanecer prometedor que
hasta entonces había experimentado yo. No es cosa de evocar aquí las
circunstancias, aunque las recuerdo bien, como me acuerdo del pelo largo, castaño
de aquella muchacha y de sus ojos. Son cosas que no se olvidan. La seguía por los
bares de Lavapiés y de la Plaza Mayor. Poníamos discos de flamenco en las
gramolas. La verdad es que la seguía adonde me llevaba y no hacía más que pensar
en ella. E inevitablemente pensar en ella y admirar lo catalán era todo uno: pensar
en ella era sentir la nostalgia del mar en la canícula madrileña o la añoranza de las
viñas verdes de las costas en la tierra pajiza y seca de los eriales. Además,
experimentaba yo un orgullo pueril que ahora me da algo de pudor evocar: me
seducía pertenecer a un país en el que, según iba descubriendo, se hablaban
lenguas diferentes. Aquello me enorgullecía sin saber muy bien por qué. Se ve que
era yo un muchacho dado a fantasear y a admirarse de las cosas.
Pero en Madrid regía la larga tarde y el amanecer aquel quedó en promesa
malograda. La muchacha desapareció al poco tiempo, no sin haberme precisado
que aquellas pasiones y sentimientos eran cosa mía y sólo mía, de manera que, por
recurrir a los famosos versos de Josep Maria de Sagarra i Castellarnau, el verano de
1976 fue de
Vinyes verdes, soledat
del verd en l’hora calenta.
Hay que admitir que lo que me dijo aquella muchacha encerraba una gran verdad:
cada cual es responsable de sus propios sentimientos. Con el paso de los años he
tenido muchas ocasiones de contrastarla, aunque no hay que decir lo cruel que me
pareció esa revelación aquel verano. Allá cada cual, pues, con sus afectos y sus
simpatías. Sobre todo, claro está, si no son correspondidos.
---
A finales de septiembre de 1992, Jordi Pujol, a la sazón Presidente de la
Generalidad de Cataluña, cursó una visita oficial a los Países Bajos en la gloriosa
estela de los juegos olímpicos que acababan de celebrarse en Barcelona. Eran
tiempos de merecida autocomplacencia.
Pujol leyó una conferencia el 30 de aquel mes de septiembre en la Universidad de
Amsterdam bajo el título (que traduzco del inglés) “Holanda como modelo
(Holanda desde un punto de vista catalán).” Yo vivía en La Haya entonces y asistí a
aquel acto. Como me asombró (eran tiempos de mayor candor) lo que dijo, guardé
una copia del texto. También conservo un volante u octavilla que recogí dos días
antes en la inauguración, en la Nieuwe Kerk de Amsterdam, de una exposición
titulada “Desprès de Miró”. El texto del panfleto resume en pocas palabras el
mensaje que llevaba Pujol a Amsterdam. Inútil, pues, espigar el farragoso discurso
del honorable Presidente en inglés, teniendo como tengo a mano una síntesis de
fuente auténtica:
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“Nosaltres, els catalans, també hem tingut els nostres problemas amb Espanya (o
sigui: Castella, Madrid); tenim mès en comú amb els holandesos que amb els
castellans. […] Holanda i Catalunya. Totes dues nacions marítimes, mercantils;
totes dues molt urbanes i basades en una estructura burguesa. Si es compara
aquest dos països amb la Castella rural amb els seus terratinents i nobleça, la
diferencia es manifesta molt clarament.”
No voy a ponerme a polemizar con estas sandeces, ya que no pertenezco a una
familia noble ni de terratenientes castellanos. Pero, de repente, me vienen a la
cabeza las sabias palabras de la muchacha catalana.
Entretanto, aquí en Madrid, hacía ya tiempo que a la larga tarde habían sucedido
las noches gozosas de la Movida.
1 J-C Mainer, Historia mínima de la literatura española. Turner Publicaciones,
Madrid 2014, pág. 200.
2 Medardo Fraile, “La cajera”, en Cuentos completos, Alianza Editorial. Madrid 1991,
pág. 97.
Javier Gil Catalina
(Estrasburgo, julio de 2014)